Eres mi visita número

miércoles, 1 de junio de 2011

Demond.

...
Un momento.
Alguien me está mirando.
Pero ¿quién? ¿Y por qué?
Me vuelvo hacia todos lados, pero es imposible ver nada. La luz parpadea, el humo me envuelve y hay tanta gente que no solo me cuesta distinguir sus rostros, sin que, además, me impiden abarcar todos los rincones de la sala.
Pero lo he sentido. De la misma manera que sientes un soplo de aire frío, yo he notado esa mirada. Se me ha erizado el vello de la nuca. Me ha dado un escalofrío de lo más siniestro.
Me abro paso entre la gente, todavía con ese molesto cosquilleo en la nuca. Tengo la sensación de que, entre toda esta humanidad, hay alguien que brilla con luz propia, una criatura sobrenatural atrapada en un cuerpo humano. Alguien que no es humano, aunque lo parezca. Alguien. En alguna parte.
Me empujan para que me quite de en medio, y me dejo zarandear de un lado para otro, tratando de captar otra vez esa sensación.
Y me quedo quieta de pronto. Ahí, en el rincón. Alguien me ha vuelto a mirar, y se me ha puesto la piel de gallina. O sería más apropiado decir que me ha entrado un atque de pánico y me muero de ganas de salir corriendo de aquí. Pero me contengo.
El dueño de semejante mirada acaba de hundir el rostro de nuevo en la larga melena de una chica cuya ropa de cuero deja poco espacio a la imaginación. Ella se ríe, coqueta, mientras él le dice algo al oído. No puedo verle la cara, pero por su figura parece joven, puede que más joven que Jeiazel. No tiene pinta de se un ángel, aunque nunca se sabe.
Entonces él se vuelve hací mí y me mira fijamente. Es una mirada maquiavélica que me deja muda de horror.
La mirada del depredador.
La chica que lo acompaña se da cuenta de mi presencia y también se vuelve hacia mí, molesta. Pero ella no da tanto miedo.
Más bien da lástima. Da por sentado que él le presta atención porque quiere llevársela a la cama.
Y no es eso. No es eso, pequeña ingenua. Tu cuerpo no le interesa lo más mínimo.
Es tu alma lo que quiere que le entregues. Y, amiga, una vez que lo hagas, ya no habrá vuelta atrás.
é sigue mirándome. Tiene unos ojos de acero, fríos y penetrantes. Después, lentamente me sonríe. Y es una sonrisa entre taimada y fascinante. Una sonrisa que no es de este mundo.
...
Ha visto mi espada. Sabien quién soy. O, por lo menos, lo intuye. En un movimiento desesperado, desenvaino el arma y la pongo entre los dos. Y observo, no con satisfacción, que lo he desconcertado. Puede que hasta lo haya asustado un poquito. No en vano acabo de plantarle ante las narices la única cosa que puede matarlo. Si le entregaras a Superman un trozo de criptonita, ¿qué cara te pondría?
Entorna los ojos y me mira casi con odio.
- ¿Te has vuelto loca? -sisea.
- ¿Qué quieres? -pregunta la chica, de mal humor.
Tengo suerte: al igual que el resto de personas del local, está demasiado aturdida como para que ni el más mínimo rastro de lucidez que pueda quedar en su cerebro le diga que tiene ante ella a una perturbada con una espada.
- Dile que se vaya -le ordeno al demonio sin hacerle caso.
- Pero ¿qué te has creído? -replica ella, estupefacta -. ¡La que tiene que marcharse...!
- Vete -dice entonces él, a media voz, sin apartar los ojos de la espada.
Ella se queda de piedra. Lo mira un momento, con la vana esperanza de no haber oído bien.
- Pero...
- He dicho que te vayas -repite el demonio, con una voz cortante como la hoja de un cuchillo, y como parece que la chica tiene intención de seguir protestando, él se vuelve hacia ella y le clava una mirada fría, inhumana.
Ella se encoge de terror, agacha la cabeza y se marcha a toda prisa.
Nunca lo sabrá, pero me deba algo más que la vida.
Él se vuelve a prestarme atención. En efecto, es un demonio joven; esto quiere decir que, aunque no aparente más de veinte años, es fácil que tenga veinte mil. Lo cual, en realidad, no es mucho para un demonio. Viste pantalones negro y una camisa blanca, medio remangada, medio suelta, que lleva con natural elegancia, pero presenta un cierto aspecto desaliñado: su pelo negro está despeinado, y sus ropas, algo arrugadas, como si acabara de levantarse o como si se hubiese vestido con desgana, sin prestar atención a lo que hacía. Puede que esté siguiendo una moda, o puede que sea una declaración de intenciones, no lo sé. El caso es que no parece estar dormido en absoluto, porque hay un brillo de feroz alerta en su mirada. Sus rasgos son algo aniñados, lo que también es engañoso, pues no hay nada de ingenuo e infantil en su expresión...

Dos velas para el diablo.
Laura Gallego.

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