Eres mi visita número

martes, 11 de diciembre de 2012

Mientras duermes...

Doce menos tres de la noche.

        La habitación está a oscuras. Pero nuestros ojos se van acostumbrando paulatinamente a las tinieblas. Hay una mujer tendida en la cama, durmiendo. Una mujer joven y hermosa: Eri. Eri Asai, la hermana mayor de Mari. Nadie nos lo ha dicho, pero nosotros, ignoro cómo, lo sabemos. Su negra cabellera se desparrama sobre la almohada como un torrente de agua oscura. Nuestras miradas confluyen en ella, la observamos. O quizá sería más acertado decir que la espiamos. Ahora nuestros ojos se convierten en una cámara aérea que flota en el aire y que puede desplazarse libremente por la estancia. En estos instantes, la cámara se sitúa justo sobre la cama, enfoca el rostro dormido de Eri. Nuestro ángulo de visión va cambiando a intervalos rítmicos, como parpadeos. Sus labios, pequeños y bien dibujados, están cerrados formando una línea recta. A primera vista no se aprecian señales de que respire. Pero, al aguzar la mirada, podemos distinguir, de vez en cuando, un ligero, muy ligero, movimiento en la garganta. Eri respira. Yace con la cabeza apoyada sobre la almohada, vuelta hacia el techo. En realidad no está mirando nada. Tiene los párpados cerrados como la dura yema de una planta en invierno. Duerme profundamente. Es posible que ni siquiera sueñe.
        Conforme observamos a Eri Asai, nos invade la sensación de que en su sueño hay algo anormal. Su manera de dormir es demasiado pura, demasiado perfecta. Ni un solo músculo de su rostro, ni una sola pestaña, se mueven. Su esbelto cuello blanco preserva el profundo silencio de un objeto de artesanía, y su pequeña barbilla, convertida en un relieve orográfico de hermosas formas, traza un ángulo noble y perfecto. Por muy profundamente que duerma, nadie puede adentrarse tanto en los territorios del sueño. Jamás se abandona la conciencia por completo, hasta tal punto.
        Pero, dejando aparte el hecho de que exista o no la conciencia, las funciones fisiológicas necesarias para conservar la vida se mantienen activas. La respiración y el pulso alcanzan el máximo nivel posible. La existencia se sitúa en el estrecho umbral que separa lo orgánico y lo inorgánico..., con sigilo, con precaución.  Sin embargo, todavía no somos capaces de saber cómo y por qué ha llegado a este estado. Eri Asai se encuentra sumida en un profundo y elaborado sueño, como si todo su cuerpo estuviese envuelto en cera tibia. Y es evidente que aquí hay algo incompatible con lo natural. Por ahora, esto es todo cuanto podemos juzgar.
        La cámara va retrocediendo despacio, ahora capta la imagen completa de la habitación. Luego va captando cada detalle en busca de indicios. La estancia no se ve profusamente decorada. No es una habitación que permita adivinar los gustos ni la personalidad de su dueña. Si observáramos sin prestar mucha atención ni siquiera podríamos deducir que se trata de la habitación de una chica. No aparecen por ninguna parte ni muñecas, ni animalitos de felpa, ni accesorios. No hay pósters, ni siquiera un calendario. En el lado de la ventana hay un viejo escritorio de madera, una silla giratoria. Una persiana enrollable cuelga de la ventana. Sobre el escritorio una sencilla lámpara negra, un ordenador tamaño cuaderno de última generación (con la tapa cerrada). Algunos lápices y bolígrafos dentro de una taza grande. Junto a la pared, una sencilla cama individual de madera donde duerme Eri Asai. La colcha es blanca y lisa. En el lado opuesto a la cama, en una estantería instalada en la pared, hay un pequeño equipo de música y algunos cedés apilados. A su lado, un teléfono y un televisor de dieciocho pulgadas. Un tocador con espejo. Frente al espejo, sólo hay crema protectora de labios y un cepillo del pelo, pequeño y redondo. Apoyado en la pared, un armario de cuerpo entero. Como única decoración de la estancia, cinco pequeñas fotografías enmarcadas alineadas en uno de los estantes. Todas son de Eri Asai. En todas se la ve a ella sola. En ninguna aparece acompañada de algún familiar o amigo. Todas son fotografías profesionales en las que posa como modelo. Posiblemente son fotos publicadas en alguna revista. Hay una pequeña librería, pero los libros pueden contarse con los dedos de una mano y la mayoría son, además, manuales de las asignaturas que cursa en la universidad. Luego, vemos una montaña de revistas de moda de gran tamaño apiladas. Difícilmente podemos afirmar que sea una gran lectora.
        Nuestra perspectiva, a modo de una cámara invisible, va captando, uno tras otro, todos los objetos de la habitación, los reproduce con detenimiento, tomándose su tiempo. Somos unos intrusos, anónimos e invisibles. Miramos. Aguzamos el oído. Olemos. Pero, físicamente, no estamos presentes en el lugar, no dejamos rastro. Respetamos las reglas de los genuinos viajeros a través del tiempo. Observamos, pero no intervenimos. Para ser exactos, la información sobre Eri Asai que podemos inferir del aspecto de la habitación es muy pobre. Da la impresión de que previamente nos ha ocultado su personalidad, de que está logrando escapar con gran astucia de los ojos que la observan. 
        A la cabecera de la cama, un reloj digital actualiza, mudo y constante, el tiempo. En estos instantes es lo que único que muestra algo parecido al movimiento en el interior de la estancia. Un cauteloso animal nocturno que funciona con un mecanismo eléctrico. Los dígitos, de un verde cristal líquido, se suceden esquivando las miradas ajenas. Ahora son las 11:59 de la noche.
        Nuestra mirada, convertida en cámara, una vez ha dejado de observar los detalles, retrocede y barre de nuevo el interior de la estancia. Como si estuviese indecisa, enfoca momentáneamente la habitación en toda su magnitud. Durante esos instantes, el punto de vista permanece fijo. Se expande un silencio lleno de significados. Sin embargo, poco después, como si de pronto se le hubiese ocurrido, enfoca el televisor que se halla en un rincón del cuarto y se aproxima a él. Es un televisor Sony, negro y cuadrado. La pantalla está oscura, muerta, como el lado oculto de la luna. Sin embargo, la cámara parece haber detectado en ella un indicio. O quizás una especie de señal. Primer plano de la pantalla. Todavía sin decir una sola palabra, compartimos con la cámara este indicio, esta señal, y fijamos los ojos en la pantalla.
        Esperamos. Conteniendo el aliento, aguzando el oído.
        Aparecen los dígitos 0:00.
        A nuestros oídos llega un ligero crepitar de parásitos eléctricos. De manera simultánea, la pantalla del televisor muestra signos de vida y empieza a parpadear de una forma casi imperceptible. ¿Ha entrado alguien en la habitación sin que nos diésemos cuenta y ha encendido el televisor? ¿Se ha puesto en marcha el temporizador para grabar? No, ni una cosa ni otra. Con astucia, la cámara rodea el aparato y nos muestra que está desenchufado. Sí, el televisor debería estar muerto. Debería respetar el silencio, duro y frío, de la medianoche. Lógicamente. Teóricamente. Pero no está muerto.
        En la pantalla aparecen líneas de exploración, oscilan, y se borran. Luego aparecen de nuevo. El crepitar de parásitos se sucede sin interrupción. Pronto comienza a proyectarse algo en la pantalla. Una imagen empieza a cobrar forma. Sin embargo, poco después se inclina, como la letra cursiva, y desaparece igual que una llama apagada de un soplo. Luego vuelve a repetirse todo el proceso desde el principio. La imagen emerge como si hiciera acopio de todas sus fuerzas. Ese algo que hay allí intenta materializarse. Pero la imagen no logra cobrar forma. Se distorsiona como si la antena receptora fuera sacudida por un fuerte viento. El mensaje se fragmenta, los contornos se desdibujan y se disgregan. La cámara nos transmite cada fase del conflicto, de principio a fin.
        La mujer dormida parece ajena a los extraordinarios sucesos que se producen en el interior del cuarto. Tampoco muestra reacción alguna frente a los indiscretos sonidos y luces que emite el televisor. Sencillamente, continúa durmiendo en silencio dentro de aquella perfección inmutable. De momento, nada perturba su profundo sueño. La televisión es un nuevo intruso en el lugar. También nosotros somos intrusos, por supuesto. Pero, a diferencia de nosotros, la nueva intrusa no es silenciosa, ni transparente. Tampoco es neutral. Ella, sin lugar a dudas, pretende intervenir. Nosotros percibimos intuitivamente sus propósitos. 
        La imagen de la televisión aparece y desaparece, pero se va estabilizando de forma progresiva. En la pantalla se proyecta ahora el interior de una habitación. Una habitación bastante amplia. Parece una sala de un edificio de oficinas. También parece un aula. Con una enorme ventana de cristal y muchos fluorescentes alineándose en el techo. Pero no hay ni rastro de muebles. No, al observar con atención aparece una única silla en mitad de la estancia. Una vieja silla de madera con respaldo pero sin brazos. Una silla sencilla, funcional. En ella hay alguien sentado. La imagen aún no está bien definida, de modo que la figura del individuo que la ocupa no es más que una silueta desdibujada de contornos imprecisos. En la estancia flota el aire gélido de los lugares abandonados durante mucho tiempo.
        La cámara de televisión que (aparentemente) nos transmite esta imagen va aproximándose a la silla con cautela. A juzgar por su complexión física, la persona sentada en la silla es un hombre. El sujeto está algo inclinado hacia delante. Con la cabeza vuelta hacia la cámara, parece sumido en profundas reflexiones. Lleva ropa de color oscuro, zapatos de piel. No se distinguen las facciones de su rostro, pero el hombre parece más bien delgado, no muy alto. No podemos concretar la edad. Mientras vamos recogiendo toda esta información, detalle tras detalle, de modo fragmentario, a partir de esta pantalla imprecisa, la imagen, como si se acordara de pronto, continúa moviéndose de vez en cuando. Las interferencias serpentean, aumentan. Sin embargo, las dificultades no se prolongan durante mucho tiempo y pronto se recupera la imagen. También cesan los parásitos. Tras sucesivas pruebas y errores, la pantalla se encamina, decididamente, hacia la estabilidad.
        No cabe duda de que algo está apunto de ocurrir en la habitación. Posiblemente, algo de importancia capital.

After Dark, Murakami Haruki.

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